Hace muchos años se produjo una de las concentraciones más espectaculares de apoyo al FSLN en la plaza principal de Managua, era el cierre de la campaña electoral de 1989.
Estaba la Dirección Nacional en pleno del FSLN junto a todos los demás allegados. Pero el detalle esta en que el orador principal tenia en el bolsillo un papel, no era cualquier papel, era un anuncio que haría el orador: Daniel Ortega Saavedra declarando el fin del así llamado Servicio Militar Patriótico, pero todo tuvo su causa y efecto en aquel momento y al ver la muchedumbre en apoyo echo pie atrás y pensaron tener ganada la contienda.
Hasta el día de hoy todavía alguien se pregunta que hubiera pasado si hubiese hecho aquel anuncio y que paso con esa muchedumbre de apoyo el 25 de febrero de 1990. Simplemente se esfumo de un tajo y sucedió lo impredecible cuando Violeta Chamorro le gano a Daniel Ortega con el 54% de todos los votos, contra todo pronostico, contra todo análisis.
En aquel momento el punto de desgaste lo podríamos definir como un referéndum: seguir la confrontación o terminar con ella. Los votantes se decidieron por terminar la guerra en definitiva.
Ahora el escenario es sumamente distinto y la crisis de credibilidad política es mucho mas profunda.
Por un lado tenemos a un Frente Sandinista que en definitiva se ha distanciado de la colectividad que le caracterizaba a terminar en un partido sumamente familiar y controlado. Así mismo ha re-escrito leyes a su favor y ha violado leyes que el mismo sandinismo aprobó en primera instancia para optar por la re-elección de su máximo líder Daniel Ortega Saavedra.
Del otro lado de la acera tenemos a una oposición sumamente dividida y desarticulada, que a su vez tiene problemas hasta de articular un mensaje claro de lo que quieren hacer, no actúan unidos, todos quieren ser presidente y en algunos sectores -léase PLC- arrastran el costo de haber pactado cuotas de poder a todos los niveles para salvarse de una y otra cosa incluyendo la carceleada de su candidato Arnoldo Alemán.
Resulta ahora imposible de obviar a un Fabio Gadea Mantilla que no sabemos quien convenció a quien para que el se convirtiera en presidenciable y en honor a la verdad batallado en articular un mensaje en concreto.
Al Sandinismo le conviene desde toda óptica ver a un Arnoldo Alemán dividiendo el voto y restarle posibilidades el verdadero contendor que por ahora es Gadea Mantilla.
Entra pues el espectro de las encuestas. Todas dan ventaja al partido en el poder la única variante es cuantos puntos negativos o a favor tiene el mas cercano contrincante y el factor del voto oculto o del miedo y aquí la historia se repite junto a la apatía y la incertidumbre con la novedad de que en esta ocasión todos estos factores están ahora mucho más palpables en este nuevo capitulo electoral de la historia Nicaragüense.
La realidad es que el nicaragüense anda buscando una esperanza y la realidad objetiva es que no la encuentra. La pregunta que le queda al electorado en las circunstancias actuales es responder el día de las elecciones votando por más de lo mismo pactado en cuotas de poder o apostarle a la variante de los demás. Ninguna de estas opciones garantiza nada por el momento por que la historia ha mas que demostrado que esto de las promesas electorales se vuelve algo meramente coyuntural.
Nicaragua no ha tocado fondo todavía en el tema del relevo generacional por que simplemente no ocurre. En eso todos los partidos políticos son culpables de no hacer suficiente.
No se puede obviar el nuevo desgaste que hay en Nicaragua y en esta ocasión es el claro vacío hacia la aplicación y respeto a las leyes de Nicaragua. Hace unos días un ex contra tomo dos leyes de estas y las puso en la basura -guardando las distancias- lo que hizo este señor es un reflejo de lo que la gente piensa de muchas leyes en Nicaragua, simplemente no sirven por que no las respetan, son papel mojado y hasta se podrían calificar hasta de retrogradas en algunos casos.
La escogencia del votante al final se podría centrar en optar por más violaciones a las leyes y más desorden u optar por una clara definición a favor del respeto y el orden constitucional. Ese bien puede ser el referéndum -no escrito- de estas elecciones.
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8.15.2011
8.14.2011
Mexico: Aplausos y Abucheos
Aplausos: A Efraín Bartolomé por no dejarse comprar por ningún funcionario del gobierno mexicano para bajarle el gas a las denuncias por allanamiento y robo por parte de las fuerzas de la Policía Federal Preventiva mexicana.
Abucheos: Aquí va doble la ración: Al Procurador del Estado de México, Alfredo Castillo Cervantes por dejarle en "prenda" su propio reloj al Poeta Bartolomé por el reloj que le sustrajeron las fuerzas mexicanas de su casa. ¿Que no sabe Cervantes que ni así va a poder salvarse de este desmadre? y Al Presidente Felipe Calderón por considerar en su cuenta de "Twitter" de "lamentables" los hechos ocurridos contra Bartolomé...ya estuvo de lamentaciones Felipito que ni las mas de 40,000 almas muertas de tu guerra van a salvarte de este episodio.
Abucheos: Aquí va doble la ración: Al Procurador del Estado de México, Alfredo Castillo Cervantes por dejarle en "prenda" su propio reloj al Poeta Bartolomé por el reloj que le sustrajeron las fuerzas mexicanas de su casa. ¿Que no sabe Cervantes que ni así va a poder salvarse de este desmadre? y Al Presidente Felipe Calderón por considerar en su cuenta de "Twitter" de "lamentables" los hechos ocurridos contra Bartolomé...ya estuvo de lamentaciones Felipito que ni las mas de 40,000 almas muertas de tu guerra van a salvarte de este episodio.
Mexico: Ante la paranoia oficial no estas solo Bartolomé
A todo mundo lo toca en la incertidumbre del México de hoy, todos los días amanecen los decapitados, los colgados, acuchillados y también los millones de asustados y temerosos después de ser testigos mudos de lo que viven de diario en cualquier parte de este México.
Esta ves le toco a un poeta y me refiero a Efraín Bartolomé. Para los que nunca hemos sabido de Bartolomé este nació en Ocosingo, Chiapas, en 1950, entre los haberes de este poeta esta la distinción de ser merecedor del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines en su edición de 1996. No cualquiera gana estos premios, solo lo ganan gente con la casta como la que tiene Efraín Bartolomé.
Desde la publicación de "Ojo de Jaguar", su primer libro, Efraín Bartolomé, alejado del titubeo experimental de sus contemporáneos, se muestra como un poeta maduro, auténtico, comprometido con su papel como renovador del lenguaje, consciente del origen que lo impulsa al canto.
Pero esta ves a Bartolomé lo pusieron a cantar de una manera nada aceptable.
Es este México que una vez mas pone al descubierto el clima de violencia que se vive, una violencia inaceptable, sobre todo, porque proviene en buena parte de los casos de las mismas "autoridades" e "instituciones" gubernamentales de este país.
Hace unas madrugadas la Policía Federal Preventiva PFP irrumpió en la casa del poeta Efraín Bartolomé, ubicada al sur de la Ciudad de México, y tanto él como su esposa fueron "interrogados" por los casi 20 federales cubiertos con pasamontañas que buscaban "armas". Al respecto, el poeta da su testimonio en su puño y letra de lo sucedido. Demás esta decir que cualquier semejanza con otros hechos en cualquier otra parte si son coincidencia y demás esta decirlo que estas se vuelven peligrosas.
Al apuntalar a estos hechos -por cuestiones de principios- no hago mas que solidarizarme con este ciudadano del mundo haciendo votos que esto no quede impune esperando de que si habrá justicia en el cielo pero que también la habrá aquí en la tierra a los autores de semejante atropello.
¿DE VERDAD ESTAMOS TAN SOLOS? Por Efraín Bartolomé
Son las 4:43 de la mañana del día 11 de agosto de 2011.
Hace aproximadamente dos horas un grupo de hombres armados irrumpieron en mi casa ubicada en Conkal 266 (esq. Becal), Col. Torres de Padierna, 14200, México, D. F.
Comenzamos a escuchar golpes violentos como contra una puerta metálica
y me extrañó porque se escuchaba demasiado cerca y no hay ninguna puerta así en la casa.
Prendí la luz.
Los golpes arreciaban ahora como contra nuestras puertas de madera.
Quité la tranca que protege la puerta de nuestra recámara y me asomé al pasillo:
hacia el comedor veía luces (¿verdosas? ¿azulosas? ¿intermitentes?)
acompañando los golpes violentos contra el cristal que da al sur.
Mi mujer me gritó que me metiera.
Así lo hice apresuradamente y alcancé a poner la tranca de nuevo.
Oí cristales rompiéndose y pasos violentos hacia nuestra recámara: rápidos y fuertes.
“¡Abran la puerta!” era el grito que se repetía antes de que empezaran
a golpear con violencia mayor nuestra puerta con tranca.
Nos encerramos en el baño y busqué a tientas un silbato
que cuelga de un muro sin repellar: comencé a soplarlo con desesperación, unas diez veces, quizá.
Mi mujer está llamando a la policía.
Les dice que están entrando a la casa, que vengan pronto por favor, que nos auxilien.
Yo sigo soplando el silbato con desesperación.
En la oscuridad, mi mujer se ubicó tras de mí mientras
oíamos que la tranca de la puerta se quebraba y los hombres entraban.
¿Tres, cuatro, cinco?
Quise cerrar la puerta del baño pero ya no alcancé a hacerlo.
Empujé unas cajas hacia dicha puerta y en algo estorbó los empujones.
“¡Abran la puerta! ¡Abran la puerta, hijos de la chingada...!”
gritaban mientras empujaban y metían sus rifles negros hacia el interior.
Quise detener la puerta con mis manos pero no tenía sentido: vencieron mi mínima resistencia y entraron.
Policías vestidos de negro, con pasamontañas y lo que supongo que serían “rifles de alto poder”.
“¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Al suelo, hijos de la chingada! ¡Al suelo y no se muevan!”
Uno de los hombres me da un manazo en la cabeza y me tira los lentes.
Alcanzo a pescarlos antes de que toquen el suelo.
Me quita el silbato.
−¡No golpee a mi esposo! –grita mi mujer.
−¡El teléfono! ¡Déme el teléfono! –le responde y pregunta si no tenemos otro teléfono o un celular.
Ella y yo nos arrodillamos primero y después nos medio sentamos en el suelo de cemento de este baño sin terminar.
Policías jorobados y nocturnos, como en el romance de García Lorca.
Quién lo diría: aquí, en nuestra amada casa donde cultivamos y enseñamos la armonía.
Aquí...
Justo aquí estos hombres de negro, con pasamontañas, con guantes, con rifles de asalto,
con chalecos o chamarras que tienen inscritas las siglas blancas PFP, nos apuntan con sus armas a la cabeza.
Uno de ellos, siempre amenazante, nos interroga.
Dos más permanecen en la puerta.
− ¡Las armas! ¡Dónde están las armas!
− Aquí no hay armas, señor, somos gente de trabajo.
− ¡A qué se dedica!”
−Soy psicoterapeuta y escribo libros.
−¿Desde cuándo vive aquí?
− Desde hace treinta años...
−Cómo se llama.
−Efraín Bartolomé.
−Cuántos años tiene.
−60.
−A qué se dedica.
−Ya se lo dije, señor, soy psicólogo y escribo libros.
−Usted cómo se llama... –se dirige a mi mujer.
−Guadalupe Belmontes de Bartolomé.
−A qué se dedica.
−Soy arqueóloga y ama de casa.
−Cuántos años tiene.
−54.
−Tranquilos. Respiren profundo... Voy a verificar los datos.
El hombre sale.
Oigo ruidos en toda la casa.
Están vaciando cajones, abriendo puertas, pisando fuerte sobre la duela de madera.
Oigo ruidos afuera, en el cuarto de huéspedes, en la torre, en el estudio de abajo.
Nos cambiamos de posición.
Mi mujer pone algo sobre el frío piso de cemento.
Cinco o siete minutos después regresa el hombre y repite su interrogatorio.
Si recibimos gente en la casa, con qué frecuencia, cada cuánto salimos de viaje, quién cuida entonces.
Respondemos a todo brevemente.
Dice nuevamente que va a verificar los datos y que volverá a decirnos porqué están aquí.
El tiempo pasa.
Oímos que abren nuestro carro en el garaje.
Voces ininteligibles en el patio del norte.
Más tiempo.
Varios minutos después se oyen motores que se prenden y carros que arrancan.
Mi mujer y yo seguimos en la oscuridad.
Comenzamos a movernos.
Sólo silencio.
Nos incorporamos con cierto temor.
Salimos del baño hacia la recámara iluminada.
Desorden.
Cajones abiertos.
Cosas volcadas en el buró.
La chapa de la puerta en el suelo.
Restos de la tranca destrozada.
La puerta de tambor machacada y rota, pandeada en su parte media.
Salimos al pasillo: un cuadro en el suelo y abiertas las puertas de lo que fueron las recámaras de mis hijos.
Desorden en el interior: maletas y cajas abiertas, cajones vaciados.
Vamos hacia el comedor: uno de los vidrios roto en su ángulo inferior izquierdo, muchos cristales en el piso.
La puerta de la sala está rota de la misma forma en que rompieron la de nuestra recámara:
la chapa en el suelo y fragmentos de duela en el piso.
Está abierta la puerta de la torre y prendidas las luces del cuarto de huéspedes.
Salimos por la puerta de la sala y nos asomamos con cierto temor.
Nada.
Mi mujer llama por segunda vez a la policía.
Es en vano: piden los datos una vez más.
Dicen que ya enviaron una unidad.
Llego a la barda y me asomo: no hay carros.
El portón del garaje está intacto.
Bajamos las escaleras hasta la puerta de acceso: rota igual que las de adentro.
El estudio de abajo está con las luces prendidas.
De por sí desordenado, ahora lo está más.
Vamos hacia la torre y entramos al cuarto de huéspedes: cajones volcados, revistas en el suelo,
cosas sobre la mesa, puertas del clóset colgando, zafadas de su riel inferior.
Subo al tercer piso: una esculturita de alambre volcada pero no se nota demasiado desorden.
Subo a los pisos superiores: no hay daño en la salita de arte.
En el último piso dejaron abierta la puerta a la terraza.
Volvemos al interior: queremos tomar fotos pero no está la cámara de mi mujer que estaba sobre el buró.
“¡Tampoco está la memoria de mi computadora!”, grita.
También se la llevaron
Quiero ver la hora y voy al buró por mi reloj: ha desaparecido mi querido Omega Speedmaster Professional
que me acompañó por casi cuarenta años.
Tiene mi nombre grabado en la parte posterior: Efraín Bartolomé.
Oímos que un auto se estaciona y nos asomamos.
Mi mujer llama una vez más a la policía: lo mismo.
Ya tienen los datos pero nunca enviaron apoyo.
Indefensión.
Del auto blanco baja un joven y avanza hacia la esquina.
Se asoma y regresa.
Lo saludo y responde.
Le preguntamos qué pasa y responde que viene en atención a una llamada de su amiga
que vive a la vuelta y a cuya casa también se metieron.
Mi mujer pregunta de qué familia se trata, cómo se apellida.
Magaña, responde el joven.
¡Es Paty!, dice mi mujer.
Salimos a la calle y voy hacia allá.
Encontramos a Patricia Magaña, bióloga, investigadora universitaria, acompañada de su papá, en la calle.
Entraron a ambas casas la de ella y la de sus padres, con la misma violencia que a la nuestra.
Patricia y su hija estaban solas.
Sus padres octogenarios también estaban solos.
Volvemos a nuestra casa vejada y con la puerta rota.
Atranco la destruida puerta de la calle.
Con todo, mantenemos una sorprendente calma.
“Pudieron habernos matado”, dice mi mujer.
Yo imagino por unos segundos nuestros cuerpos ensangrentados en el baño en desorden.
¿Sabe el presidente Calderón esto que pasa en las casas de la ciudad?
¿Lo sabe Marcelo Ebrard?
¿Lo sabe el procurador Mancera?
¿Ordenan Maricela Morales o Genaro García Luna estos operativos?
¿Sabrán quién fue el encargado de este acto en contra de inocentes?
Antenoche volvimos a casa levitando, en la felicidad más plena, tras la amorosa
y conmovedora recepción del público ante nuestro libro presentado en Bellas Artes.
Un día después, en la atroz madrugada, la PFP irrumpe violentamente en nuestra casa,
quiebra nuestras puertas, destruye los cristales, hurga sin respeto en nuestra más íntima propiedad, nos amenaza con armas poderosas a mi bella mujer y a mí, a la edad que tenemos...
Y pensar que también son humanos los que hacen esto contra su prójimo.
Subo al estudio a escribir esto.
Allá, abajo, la ciudad parece embellecida por la calma.
Arriba la impasible Luna de agosto, casi llena.
Son ya las 6:35 de la mañana.
La luz de oriente comienza a colorear y a inflamar el horizonte.
La policía nunca llegó.
¿De verdad estamos tan solos?
Esta ves le toco a un poeta y me refiero a Efraín Bartolomé. Para los que nunca hemos sabido de Bartolomé este nació en Ocosingo, Chiapas, en 1950, entre los haberes de este poeta esta la distinción de ser merecedor del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines en su edición de 1996. No cualquiera gana estos premios, solo lo ganan gente con la casta como la que tiene Efraín Bartolomé.
Desde la publicación de "Ojo de Jaguar", su primer libro, Efraín Bartolomé, alejado del titubeo experimental de sus contemporáneos, se muestra como un poeta maduro, auténtico, comprometido con su papel como renovador del lenguaje, consciente del origen que lo impulsa al canto.
Pero esta ves a Bartolomé lo pusieron a cantar de una manera nada aceptable.
Es este México que una vez mas pone al descubierto el clima de violencia que se vive, una violencia inaceptable, sobre todo, porque proviene en buena parte de los casos de las mismas "autoridades" e "instituciones" gubernamentales de este país.
Hace unas madrugadas la Policía Federal Preventiva PFP irrumpió en la casa del poeta Efraín Bartolomé, ubicada al sur de la Ciudad de México, y tanto él como su esposa fueron "interrogados" por los casi 20 federales cubiertos con pasamontañas que buscaban "armas". Al respecto, el poeta da su testimonio en su puño y letra de lo sucedido. Demás esta decir que cualquier semejanza con otros hechos en cualquier otra parte si son coincidencia y demás esta decirlo que estas se vuelven peligrosas.
Al apuntalar a estos hechos -por cuestiones de principios- no hago mas que solidarizarme con este ciudadano del mundo haciendo votos que esto no quede impune esperando de que si habrá justicia en el cielo pero que también la habrá aquí en la tierra a los autores de semejante atropello.
¿DE VERDAD ESTAMOS TAN SOLOS? Por Efraín Bartolomé
Son las 4:43 de la mañana del día 11 de agosto de 2011.
Hace aproximadamente dos horas un grupo de hombres armados irrumpieron en mi casa ubicada en Conkal 266 (esq. Becal), Col. Torres de Padierna, 14200, México, D. F.
Comenzamos a escuchar golpes violentos como contra una puerta metálica
y me extrañó porque se escuchaba demasiado cerca y no hay ninguna puerta así en la casa.
Prendí la luz.
Los golpes arreciaban ahora como contra nuestras puertas de madera.
Quité la tranca que protege la puerta de nuestra recámara y me asomé al pasillo:
hacia el comedor veía luces (¿verdosas? ¿azulosas? ¿intermitentes?)
acompañando los golpes violentos contra el cristal que da al sur.
Mi mujer me gritó que me metiera.
Así lo hice apresuradamente y alcancé a poner la tranca de nuevo.
Oí cristales rompiéndose y pasos violentos hacia nuestra recámara: rápidos y fuertes.
“¡Abran la puerta!” era el grito que se repetía antes de que empezaran
a golpear con violencia mayor nuestra puerta con tranca.
Nos encerramos en el baño y busqué a tientas un silbato
que cuelga de un muro sin repellar: comencé a soplarlo con desesperación, unas diez veces, quizá.
Mi mujer está llamando a la policía.
Les dice que están entrando a la casa, que vengan pronto por favor, que nos auxilien.
Yo sigo soplando el silbato con desesperación.
En la oscuridad, mi mujer se ubicó tras de mí mientras
oíamos que la tranca de la puerta se quebraba y los hombres entraban.
¿Tres, cuatro, cinco?
Quise cerrar la puerta del baño pero ya no alcancé a hacerlo.
Empujé unas cajas hacia dicha puerta y en algo estorbó los empujones.
“¡Abran la puerta! ¡Abran la puerta, hijos de la chingada...!”
gritaban mientras empujaban y metían sus rifles negros hacia el interior.
Quise detener la puerta con mis manos pero no tenía sentido: vencieron mi mínima resistencia y entraron.
Policías vestidos de negro, con pasamontañas y lo que supongo que serían “rifles de alto poder”.
“¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Al suelo, hijos de la chingada! ¡Al suelo y no se muevan!”
Uno de los hombres me da un manazo en la cabeza y me tira los lentes.
Alcanzo a pescarlos antes de que toquen el suelo.
Me quita el silbato.
−¡No golpee a mi esposo! –grita mi mujer.
−¡El teléfono! ¡Déme el teléfono! –le responde y pregunta si no tenemos otro teléfono o un celular.
Ella y yo nos arrodillamos primero y después nos medio sentamos en el suelo de cemento de este baño sin terminar.
Policías jorobados y nocturnos, como en el romance de García Lorca.
Quién lo diría: aquí, en nuestra amada casa donde cultivamos y enseñamos la armonía.
Aquí...
Justo aquí estos hombres de negro, con pasamontañas, con guantes, con rifles de asalto,
con chalecos o chamarras que tienen inscritas las siglas blancas PFP, nos apuntan con sus armas a la cabeza.
Uno de ellos, siempre amenazante, nos interroga.
Dos más permanecen en la puerta.
− ¡Las armas! ¡Dónde están las armas!
− Aquí no hay armas, señor, somos gente de trabajo.
− ¡A qué se dedica!”
−Soy psicoterapeuta y escribo libros.
−¿Desde cuándo vive aquí?
− Desde hace treinta años...
−Cómo se llama.
−Efraín Bartolomé.
−Cuántos años tiene.
−60.
−A qué se dedica.
−Ya se lo dije, señor, soy psicólogo y escribo libros.
−Usted cómo se llama... –se dirige a mi mujer.
−Guadalupe Belmontes de Bartolomé.
−A qué se dedica.
−Soy arqueóloga y ama de casa.
−Cuántos años tiene.
−54.
−Tranquilos. Respiren profundo... Voy a verificar los datos.
El hombre sale.
Oigo ruidos en toda la casa.
Están vaciando cajones, abriendo puertas, pisando fuerte sobre la duela de madera.
Oigo ruidos afuera, en el cuarto de huéspedes, en la torre, en el estudio de abajo.
Nos cambiamos de posición.
Mi mujer pone algo sobre el frío piso de cemento.
Cinco o siete minutos después regresa el hombre y repite su interrogatorio.
Si recibimos gente en la casa, con qué frecuencia, cada cuánto salimos de viaje, quién cuida entonces.
Respondemos a todo brevemente.
Dice nuevamente que va a verificar los datos y que volverá a decirnos porqué están aquí.
El tiempo pasa.
Oímos que abren nuestro carro en el garaje.
Voces ininteligibles en el patio del norte.
Más tiempo.
Varios minutos después se oyen motores que se prenden y carros que arrancan.
Mi mujer y yo seguimos en la oscuridad.
Comenzamos a movernos.
Sólo silencio.
Nos incorporamos con cierto temor.
Salimos del baño hacia la recámara iluminada.
Desorden.
Cajones abiertos.
Cosas volcadas en el buró.
La chapa de la puerta en el suelo.
Restos de la tranca destrozada.
La puerta de tambor machacada y rota, pandeada en su parte media.
Salimos al pasillo: un cuadro en el suelo y abiertas las puertas de lo que fueron las recámaras de mis hijos.
Desorden en el interior: maletas y cajas abiertas, cajones vaciados.
Vamos hacia el comedor: uno de los vidrios roto en su ángulo inferior izquierdo, muchos cristales en el piso.
La puerta de la sala está rota de la misma forma en que rompieron la de nuestra recámara:
la chapa en el suelo y fragmentos de duela en el piso.
Está abierta la puerta de la torre y prendidas las luces del cuarto de huéspedes.
Salimos por la puerta de la sala y nos asomamos con cierto temor.
Nada.
Mi mujer llama por segunda vez a la policía.
Es en vano: piden los datos una vez más.
Dicen que ya enviaron una unidad.
Llego a la barda y me asomo: no hay carros.
El portón del garaje está intacto.
Bajamos las escaleras hasta la puerta de acceso: rota igual que las de adentro.
El estudio de abajo está con las luces prendidas.
De por sí desordenado, ahora lo está más.
Vamos hacia la torre y entramos al cuarto de huéspedes: cajones volcados, revistas en el suelo,
cosas sobre la mesa, puertas del clóset colgando, zafadas de su riel inferior.
Subo al tercer piso: una esculturita de alambre volcada pero no se nota demasiado desorden.
Subo a los pisos superiores: no hay daño en la salita de arte.
En el último piso dejaron abierta la puerta a la terraza.
Volvemos al interior: queremos tomar fotos pero no está la cámara de mi mujer que estaba sobre el buró.
“¡Tampoco está la memoria de mi computadora!”, grita.
También se la llevaron
Quiero ver la hora y voy al buró por mi reloj: ha desaparecido mi querido Omega Speedmaster Professional
que me acompañó por casi cuarenta años.
Tiene mi nombre grabado en la parte posterior: Efraín Bartolomé.
Oímos que un auto se estaciona y nos asomamos.
Mi mujer llama una vez más a la policía: lo mismo.
Ya tienen los datos pero nunca enviaron apoyo.
Indefensión.
Del auto blanco baja un joven y avanza hacia la esquina.
Se asoma y regresa.
Lo saludo y responde.
Le preguntamos qué pasa y responde que viene en atención a una llamada de su amiga
que vive a la vuelta y a cuya casa también se metieron.
Mi mujer pregunta de qué familia se trata, cómo se apellida.
Magaña, responde el joven.
¡Es Paty!, dice mi mujer.
Salimos a la calle y voy hacia allá.
Encontramos a Patricia Magaña, bióloga, investigadora universitaria, acompañada de su papá, en la calle.
Entraron a ambas casas la de ella y la de sus padres, con la misma violencia que a la nuestra.
Patricia y su hija estaban solas.
Sus padres octogenarios también estaban solos.
Volvemos a nuestra casa vejada y con la puerta rota.
Atranco la destruida puerta de la calle.
Con todo, mantenemos una sorprendente calma.
“Pudieron habernos matado”, dice mi mujer.
Yo imagino por unos segundos nuestros cuerpos ensangrentados en el baño en desorden.
¿Sabe el presidente Calderón esto que pasa en las casas de la ciudad?
¿Lo sabe Marcelo Ebrard?
¿Lo sabe el procurador Mancera?
¿Ordenan Maricela Morales o Genaro García Luna estos operativos?
¿Sabrán quién fue el encargado de este acto en contra de inocentes?
Antenoche volvimos a casa levitando, en la felicidad más plena, tras la amorosa
y conmovedora recepción del público ante nuestro libro presentado en Bellas Artes.
Un día después, en la atroz madrugada, la PFP irrumpe violentamente en nuestra casa,
quiebra nuestras puertas, destruye los cristales, hurga sin respeto en nuestra más íntima propiedad, nos amenaza con armas poderosas a mi bella mujer y a mí, a la edad que tenemos...
Y pensar que también son humanos los que hacen esto contra su prójimo.
Subo al estudio a escribir esto.
Allá, abajo, la ciudad parece embellecida por la calma.
Arriba la impasible Luna de agosto, casi llena.
Son ya las 6:35 de la mañana.
La luz de oriente comienza a colorear y a inflamar el horizonte.
La policía nunca llegó.
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